domingo, 30 de agosto de 2009

Horizonte

Aquella tarde, como tantas otras cuando se ponía el sol, se acercó hasta el final del muelle, allí donde las olas de la Costa da Morte chocaban por el lado sur, allá donde los romanos declararon que terminaba la tierra. Para variar hacía sol, aunque bien preparada iba ya que la lluvia podría aparecer en cualquier instante. Así es el clima por esta región. No era su lugar natural, mujer de valle caudaloso, fértil y soleás, pero se había acostumbrado. Además, era el punto más al Oeste al que podía ir, donde el Mar ponía sus límites. Allí se quedaba, con la ilusión en forma de sol poniente, ese sol que esperaba que, en sus últimos rayos, proyectaran las velas de cualquier navío que viniera de allende los mares; con una vanidosa bandera y se mostrara altivo frente al horizonte. Aunque como bien sabía, todo era la sombra que reflejaba: los marineros llegaban mermados, incluso diezmados, padeciendo disentería o escorbuto, tanto que besaban la tierra firme que echaban de menos durante meses. Nunca llegó a comprender por qué tuvo que partir tan lejos, aunque le daba igual; sabía que mantendría la promesa de retornar, tardara lo que tardara.
Aquella tarde no había ningún barco que se dibujara en el horizonte. De todos modos, era una de aquellas raras ocasiones en las que ninguna nube se adivinaba en todo el cielo, con lo que podría ver el famoso rayo verde. Entrecerró los ojos para que no se le escapara el fugaz fenómeno, cuando lo divisó. Se veía algo a lo lejos. Se concentró, no era un velero. Parecía un... un náufrago, si. El rayo verde apareció y se fue, colmando su ración de esperanza con su color, aunque prestaba más atención al pobre que se acercaba a la deriva. Sólo le quedaba mirar al cielo y rezar por que las peligrosas costas no dieran al traste con aquel pobre moribundo.
Aquella tarde la cerró una noche de luna creciente, y ella siguió esperando hasta que, finalmente y afortunadamente, el naufrago consiguió llegar al final de la costa. Se apresuró a asistirle, bien sabía que tendría sed y un hambre que de momento mejor no colmar ya que podría morir si llevaba varios dias sin comer. Cual fue su sorpresa cuando vio el rostro demacrado del recién llegado; le inundó el pánico. No era su querido, sino aquel pérfido truhán que juró mil veces la muerte lenta a su amado años antes. Requería atención, pero su maligna mirada reconoció a la mujer. Sacando fuerzas de flaqueza, logró murmurar "Ya acabé con él, ahora es tu turno y el de sus descendien..." El odio se apoderó de ella, y aprovechando el débil estado del náufrago le giró la cabeza hasta romperle el cuello.
- ¡¡¡¡MIENTES!!!! - Gritó al cadáver, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas, otrora dulces y acarameladas, ahora ya curtidas de las horas de sol, lluvia y viento pasadas en el muelle. De repente, una mano se apoyó en su hombro; y se volvió aterrorizada: si la descubrían allí la acusarían de asesinato, y eso cambia mucho el panorama respecto a la súbita aparición de un náufrago muerto.
Se giró, y descubrió a otro náufrago cubierto de harapos y desaliñado, pero con un brillo en los ojos que reconoció al instante. El cayó en sus brazos, agotado. "Sabía que volverías", pensó, instantáneamente aliviada al reconocer la deseada mentira en las últimas palabras del truhán. Estaba inconsciente, pero respiraba. Le arrastró lejos, y le dió unos sorbos de su odre. Cuando volvió en si le besó...
... y él, con una sonrisa, abrió una bolsa con doblones de oro.
- ¿Sabes? Esto no vale nada. Acércame allá donde has estado esperándome.
Y poco a poco se acercaron al muelle, donde él decidió poner la bolsa en manos de ella.
- Esto es lo que he conseguido durante toda mi ausencia, pero me he dado cuenta de que el único tesoro eres tú. Si aún me quieres, arrójalas al mar para demostrármelo; si no puedes cogerlas y quedártelas.
La verdad es que era más de lo que jamás había soñado en ver junto, y estaba en su mano. Pero no dudó, las vertió al mar, sin querer mirar cuántas había... suficiente para comprar un buen castillo con tierras. Cuando la última moneda se precipitó, le abrazó.
Esa moneda no cayó al mar, sino que se quedó al borde del muelle. Cuando dejó de girar y se posó, comenzó a emitir una luz verde que lo transformó todo: él ya no llevaba sus harapos, estaba desnudo; tal y como lo estaba ella. Debería sentir vergüenza, pero no fue así. El mar, el puerto y el pueblo desaparecieron, y todo se transformó en un increíble jardín lleno de árboles frutales. Sonrió, ni todo el oro que acababa de arrojar al mar valía lo que aquel sueño hecho realidad. Descubrió que de la moneda nació un manzano, y ambos se prometieron que nunca comerían de él como símbolo de respeto a aquel sueño hecho realidad.
Aquella tarde nació un mundo que daría para escribir mil historias. Pero esas son otras historias.

7 comentarios:

Yandros dijo...

Joder que capacidad para escribir cuentos!
Y ya no tengo nada más que decir, ajjajaja
Un saludo

Emma Grandes dijo...

Siempre me sorprendes, siempre para bien, claro. Y siempre consigues dejarme sin palabras con tu fantástica forma de escribir. Un abrazo muy fuerte desde la mirilla de al lado!

Reithor dijo...

Gracias a ambos, me alegro de que os guste (es lo que da ganas de escribir más)

Abrazos varios

Sara dijo...

Me ha encantado! Lo mejor es la forma redondita que toma la historia, no sé, tiene un final perfecto... ;)

Esther dijo...

No me esperaba ese final pero, me gustó. Ojalá me pasara algo parecido...

El dinero, dinero es... Hay tesoros que el que los tiene es muy afortunado y suelen ser sobre todo las pequeñas grandes cosas.

Precioso cuento.

Estoy de regreso. A ver si me pongo al día poco a poco...

Saluditos y gracias por estar siempre ahí :)

Pugliesino dijo...

Está claro que lo que nos han contado hasta ahora era un bulo que no había por donde cogerlo.
Esta sí es la verdadera historia surgida como no podía ser de otra forma, del mar
y del sur :) Que bueno lo de las soleás!

Muy buena historia, felicidades!

Reithor dijo...

si citas el mar y el sur, ya sé que libro te has leido :) Espero que te haya gustado